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Bebidas fermentadas: Champaña, fiesta de estrellas para el paladar

La champaña, fiesta de estrellas para el paladar.

23-12-2020

Por Verónica Guerrero Mothelet, Ciencia UNAM-DGDC

Con el invierno llegan las festividades, que nos reconfortan del frío con sus luces, aromas, sabores y, respetando la sana distancia o por videollamada, el brindis para desearnos un mejor año 2021.

El vino siempre ha formado parte de nuestros rituales. Las antiguas culturas de Egipto, Grecia y Roma lo incorporaron a sus festivales religiosos, extendiendo por el mundo una larga tradición que conecta el vino con las celebraciones.

Llamamos “vino” al producto de las uvas, aunque esta bebida se ha elaborado con una increíble variedad de plantas, frutos, raíces y semillas, con una característica en común: la fermentación.

El doctor Agustín López Munguía, investigador del Instituto de Biotecnología (IBT-UNAM), nos explica que, en general, la gente habla de fermentación cuando cualquier tipo de microorganismos, como las levaduras, transforman (oxidan) una fuente orgánica de carbono, como un azúcar, en otros productos.

“Esta fuente de carbono le permite al organismo obtener energía cuando se oxida, así como muchos y diversos compuestos, o metabolitos, que necesita para vivir y reproducirse”.

El académico del Departamento de Ingeniería Celular y Biocatálisis agrega que, cuando se hace en presencia de oxígeno, durante el proceso de respiración, se puede oxidar completamente la glucosa, transformándola en dióxido de carbono (CO2) y agua para obtener energía.

Pero cuando se hace en ausencia de oxígeno, bajo condiciones anaerobias, se transforma en alcohol (etanol) y en CO2 gaseoso. “En un sentido fisiológico estricto, la fermentación se debe conducir en ausencia de oxígeno”.

Observar la fermentación ocurrida naturalmente pudo llevar a los humanos a reproducir el proceso que originó las bebidas fermentadas.

“Existen evidencias concretas de que, tras observar los fenómenos naturales, los humanos repitieron sistemáticamente fermentaciones incluso antes de la agricultura, hace 20 o 30 mil años”, refiere el investigador.

Añade que, hasta es posible que domesticaran las levaduras antes que las plantas, sin conocer la naturaleza de sus transformaciones. “Nos enteramos de que estaban en el vino y la cerveza hasta que, a mediados del siglo XIX, Louis Pasteur las descubrió transformando los mostos de uvas y la malta de cebada”.

Apoyan esta hipótesis los avistamientos de animales silvestres que, atraídos por sus efectos, buscan los frutos maduros que cayeron al suelo, donde se fermentaron espontáneamente por acción de millones de levaduras superficiales.

“Quiero pensar que algún homínido los observó en plena fiesta, e investigó de qué se trataba el alimento”, señala.

Más adelante, el homo sapiens encontró la forma de preparar vino y cerveza.

“Creo que la cerveza fue posterior al vino, pues el azúcar no está disponible directamente en los cereales. Para que la levadura haga su trabajo, el almidón de los cereales debe transformarse en azúcares, proceso hoy conocido como ‘malteado’”.

Existen evidencias físicas y registros de preparación de cerveza con antigüedad de hasta siete mil años, en Mesopotamia y Egipto. Pero el vino no se queda atrás: estudios sugieren que, hacia el año 7000 a.C., en China se fermentaba una mezcla de arroz, uvas y miel; similarmente, en el Cáucaso se encontraron fragmentos de cerámicas, de ocho mil años de antigüedad, con trazas de uvas fermentadas.

Hacia el primer milenio a.C., los fenicios extendieron por el Mediterráneo la cultura del vino, posteriormente adoptada por los antiguos griegos y romanos. El imperio romano llevó sus viñedos hasta las regiones invadidas, muchas de las cuales ahora se conocen por su producción vitivinícola.

Siglos después, en una de esas regiones surgió la súper estrella de los vinos: la champaña, o “champagne”.

La sidra, más popular que la champaña

Pese a la fama de la champaña, en México es más popular la sidra en los brindis de fin de año.
Con una tradición que les viene de los antiguos celtas, dos de las regiones más conocidas por su sidra son Asturias y Galicia, en España, de donde llegó a México en el siglo XVI y principalmente se aposentó en lugares como Huejotzingo y Zacatlán de las manzanas, ambos en el estado de Puebla.

La sidra debió originarse en los climas más fríos de Europa occidental. Aunque elaborada con el jugo de manzanas prensadas, su fermentación es similar a la del vino. La fermentación primaria puede iniciarse de manera espontánea, dejando que actúen las levaduras presentes en la fruta; o bien, con la inoculación de otras levaduras.

Poco antes de que la fermentación consuma toda el azúcar, la bebida se filtra y cambia de recipiente (trasiego), para dejar atrás los sedimentos o posos no deseados. En el segundo recipiente ocurre la fermentación del azúcar restante, que genera una pequeña cantidad de dióxido de carbono. Cuando se elabora industrialmente, a menudo se le agrega azúcar extra, o agua carbonatada, para producir más burbujas.

A algunas sidras “rosadas” se les ha añadido vino tinto y otras sidras, de gran calidad, se elaboran con el método de la champaña, aunque el resultado es más costoso y requiere botellas y corchos especiales.

El hechizo de la doble fermentación

Nada representa como la champaña los momentos de celebración y júbilo. La efervescencia de sus burbujas se considera una “fiesta” para el paladar. Pero no siempre fue así

“Cuando nos asomamos a un tanque de fermentación alcohólica, parece como si el mosto estuviera hirviendo, por las burbujas y espuma que genera. Es el efecto del CO2 que, junto con el etanol, se producen durante la fermentación”, explica López Munguía.

Las burbujas de la champaña son resultado de una doble fermentación. En ocasiones, ésta surgía espontáneamente: El frío interrumpía el proceso de fermentación y, si el vino se envasaba así, con la primavera, el calor la reiniciaba, liberando más CO2 en las botellas.

Una de las leyendas de la champaña cuenta que fue inventada por el monje Dom Pérignon, en el siglo XVII. Sin embargo, algunos documentos indican que antes de esa fecha ya se producía vino espumoso en el sur de Francia y en Inglaterra, generalmente agregándole azúcar.

De hecho, los vinicultores de la región francesa Champagne evitaban los espumosos y los llamaban “vino del diablo”, por su propensión a hacer explotar las botellas, cuyo vidrio era muy frágil. Posteriormente, la tecnología permitió fabricar vidrios más resistentes, que soportaban mejor la presión del CO2.

“Otro nombre asociado con la champaña es el de la Viuda de Clicquot, quien resolvió el problema de eliminar la levadura de la botella sin perder el gas, poniendo las botellas de cabeza durante la segunda fermentación”, comenta el investigador.

Paradójicamente, el método artesanal de fermentación doble, o méthode champenoise, que hoy caracteriza la verdadera champaña, apenas comenzó a usarse en Champagne en el siglo XIX, aunque desde 1994 sólo puede aplicarse a esa región francesa.


Ahora, indica el investigador, “hay una infinita variedad de vinos espumosos con procesos diversos y contenidos variables de gas y azúcar residual, pero todos con la característica de tener el gas disuelto, para disfrutar del efecto de las burbujas al beberlo”.

Porque algo curioso sucede con las burbujas: Una investigación sugiere que los humanos tenemos un sensor en las papilas gustativas que nos permite "detectar" el CO2 y percibirlo como un sabor ligeramente amargo, porque comparte el receptor para ese sabor.

Se desconoce el origen de esta sensibilidad, que pudo evolucionar como un mecanismo para reconocer fuentes de CO2, como los alimentos fermentados, pero su consecuencia quedó plasmada en la exclamación atribuida a Dom Pérignon: “¡Estoy bebiendo estrellas!”




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