18-09-2015
Por María Luisa Santillán, DGDC-UNAM
30 años han pasado desde que ocurrió lo que se consideró como “la peor catástrofe de la ciudad de México”: la mañana del 19 de septiembre de 1985 un sismo de magnitud 8.1 devastó una parte del Distrito Federal.
Un día después, ocurrió otro sismo de magnitud menor, pero el sentimiento de miedo que se vivía por parte de los damnificados hizo que incluso lo sintieran con más intensidad. Asimismo, este segundo movimiento provocó que aquellas estructuras que habían quedado dañadas por el sismo anterior terminaran por caerse.
Justo esa tragedia fue la que permitió que surgiera la solidaridad entre miles de mexicanos y que en medio de la destrucción que se vivía en algunas zonas muchas personas trabajaran con el fin de aminorar la desgracia y el dolor que invadía la ciudad.
Sin duda, 1985 fue un año que impulsó en el país cambios a distintos niveles, tanto en la conducta de los mexicanos ante estos fenómenos naturales como en la misma investigación sismológica que hasta ese momento se realizaba en México.
La historia de la ciudad de México nos narra que fue asentada sobre una zona lacustre. Ésta, al secarse, formó distintos estratos en el subsuelo. Aunque en la actualidad pareciera que es suelo firme, debajo aún puede encontrarse agua saturando los estratos sedimentarios generando depósitos lacustres muy blandos, lo cual provoca que las ondas sísmicas tengan un efecto mayor.
La ciudad de México es una zona altamente sísmica y cada año se generan miles de temblores. Sin embargo, la mayoría de ellos no alcanzan magnitudes considerables ni de peligro para la población.
En la historia de la capital del país se han registrado sismos que han quedado en la memoria de sus habitantes, por ejemplo el de 1957, conocido como del Ángel, que tuvo una magnitud de 7.7. Éste es principalmente recordado porque provocó que se cayera el Ángel de la Independencia ubicado en Paseo de la Reforma. Otro sismo importante en las últimas décadas es el de la Ibero, ocurrido en 1979 y que tuvo una magnitud de 7.6, y otro más es el de 1985, que alcanzó una magnitud de 8.1.
Cabe destacar que en los últimos 100 años se han registrado más de 160 sismos moderados y grandes en México.
“Los sismos no están cambiando ni en tamaño, ni en los lugares en donde ocurren, ni en la tasa de recurrencia. Lo que sí está cambiando, quienes sí cambian todo el tiempo somos nosotros, porque decidimos asentarnos en cualquier lugar”, dijo el doctor Carlos Valdés, director general del Centro Nacional de Prevención de Desastres (Cenapred).
La Tierra no está compuesta de un material completamente homogéneo, sino por diversos materiales (algunos sólidos y otros líquidos) que llegan a estar a grandes temperaturas. Está conformada por un núcleo interno, un externo, un manto inferior y uno superior, y la corteza terrestre, que es la capa más externa.
Esta parte más superficial de la Tierra, junto con una parte del manto superior (ambas conocidas como litosfera), se encuentran encima de un fluido viscoso. Por las temperaturas que existen en el interior de la Tierra éstas producen un fenómeno conocido como corrientes de convección, es decir, el manto superior está en movimiento y una parte de éste va hacia arriba y otra hacia abajo, lo que provoca que también la corteza terrestre se mueva y se fragmente. De ahí se producen lo que conocemos como placas tectónicas, las cuales se deben al movimiento continuo del material dentro de la Tierra.
El doctor Cinna Lomnitz refiere en el libro El próximo sismo en la ciudad de México que “el motor que impulsa todo este gigantesco mecanismo es el calor acumulado en el centro de la Tierra desde su formación. El magma caliente sube y el magma frío baja. Así, todo el interior de la Tierra se va moviendo lentamente varios centímetros por año. Los sismos que se producen en nuestro país año tras año son la prueba de que la Tierra está viva y se sigue desarrollando”.
El doctor Víctor Hugo Espíndola Castro, del Servicio Sismológico Nacional, explicó que aunque nosotros veamos los materiales que componen la corteza como muy duros, siempre tienen cierta flexibilidad y no todo se mueve. Por lo tanto, cuando dos placas tectónicas se encuentran empiezan a acumular energía de deformación hasta que existe un rompimiento abrupto que libera dicha energía y se origina un sismo.
“Lo que origina un sismo es un rompimiento súbito de un área extensa, de tal manera que si es un sismo de magnitud 3 [el rompimiento] puede ser de metros, hasta uno de magnitud 8 que son de kilómetros, 250 o 300 kilómetros dependiendo; o si es de mayor magnitud ese rompimiento súbito puede ser de cientos de kilómetros”, explicó el investigador.
Aunado a lo anterior, es importante señalar que en todo el planeta existen alrededor de 14 placas tectónicas y las que generan el mayor número de sismos que sentimos en México, y que provocaron el sismo de 1985, son la de Cocos y la Norteamericana.
Ante la necesidad de cuantificar sismos de gran magnitud y obtener información que permitiera conocer la respuesta de las estructuras frente a un evento sísmico, se dio un importante desarrollo de instrumentación sísmica. Ésta es la base de la actual Red Acelerográfica Nacional del Instituto de Ingeniería de la UNAM, cuyo objetivo es monitorear los movimientos fuertes que se tienen y la distribución de estas aceleraciones a nivel nacional.
Para medir la magnitud y localizar el epicentro de los sismos se cuenta con el Servicio Sismológico Nacional creado hace 100 años. Sin embargo, para registrar sismos grandes se cuenta con dicha Red que está integrada por instrumentación acelerográfica. De la información obtenida de ésta es posible conocer cómo se comportan las ondas sísmicas desde que se producen hasta que llegan a lugares en donde existen ciudades, pero sobre todo se puede saber qué ocurre con los edificio cuando son sometidos a distintas aceleraciones.
Lo anterior porque todos los sismos producen diferentes sacudidas, lo cual marca la intensidad del movimiento que se cuantifica dependiendo de la distancia donde se produjo el temblor, el tipo de suelo, los efectos de sitio y de directividad, y la atenuación sísmica.
El doctor Jorge Aguirre González, coordinador de Ingeniería Sismológica del Instituto de Ingeniería, explicó que “caracterizar el efecto de sitio implica reconocer que no todos los lugares, aún estando a una distancia similar de donde ocurre el epicentro del sismo, van a responder de igual manera”.
Agregó que en el sismo de 1985, que tuvo epicentro en Michoacán, la intensidad fue distinta en el centro de la ciudad de México que en los alrededores. Además, al estar asentada sobre un lugar que anteriormente fue un lago las ondas sísmicas generaron una amplificación del movimiento del terreno según distintas zonas de la capital del país.
Cabe destacar que es posible conocer el tipo de amplificación que van a tener las ondas sísmicas en la ciudad de México gracias al mapa de microzonificación que se creó después del sismo que afectó al Distrito Federal en 1957. Dicho mapa originalmente contenía tres zonas: la de lago, la de transición y la de lomas. Sin embargo, en la actualidad la zona de lago está subdividida en cuatro zonas más, pues la amplificación de la resonancia de las ondas sísmicas no es igual en todas estas áreas.
“Lo que nos interesa es plasmar el conocimiento para que se tomen las previsiones en el momento de proponer normas y técnicas de construcción dentro de algún reglamento de construcción. Esto en lo concerniente a los sismos”, dijo.
Para estudiar los sismos se han desarrollo varios conceptos que engloban estudios probabilísticos de estos fenómenos. Uno de ellos es el de riesgo sísmico, que es la conjunción de peligro y vulnerabilidad. El primero se refiere a lo que nos encontramos expuestos y que no podemos cambiar (en este caso sabemos que la ciudad de México está en una zona sísmica y eso no podemos evitarlo).
Por su parte, la vulnerabilidad está relacionada con la forma como nos preparamos para resistir el movimiento, por lo tanto somos más vulnerables cuando tomamos menos previsiones a diferencia de cuando somos más precavidos.
“El peligro no lo podemos evitar al menos que aprendamos cómo apagar el calor del interior de la Tierra. Así, la única manera de disminuir el riesgo es disminuyendo la vulnerabilidad, la cual sí depende de nosotros, porque sí hay acciones que podemos hacer”, explicó el doctor Carlos Valdés.
Al respecto agregó que podemos reducir la vulnerabilidad con el conocimiento, con investigación, realizando normas de construcción, así como preparando a la población para saber cómo actuar ante un sismo.
“Lo que queremos evitar es un desastre, el cual es una situación que altera y que no permite a la gente, por sus propios medios, regresar a la normalidad; es cuando el evento rebasa la capacidad de la gente, del gobierno local o de un país para regresar a la normalidad”, puntualizó.
Por su parte, el doctor Jorge Aguirre señaló que también es muy importante la observación y registro de la actividad sísmica de largo periodo, lo cual permitirá obtener información para crear reglamentos de construcción adecuados para edificios, hospitales, escuelas, plantas nucleares y presas.
Después del sismo de 1985 se creó el Sistema de Protección Civil, el Centro Nacional de Prevención de Desastres, se modificaron los reglamentos y normas de construcción, y se creó el Sistema de Alerta Sísmica.
Asimismo, se instalaron aparatos de medición en toda la capital del país para monitorizar la sismicidad y la investigación sismológica ha permitido desde ese entonces caracterizar aspectos fundamentales de la respuesta sísmica del territorio nacional
De acuerdo con el doctor Víctor Hugo Espíndola Castro, a partir de 1985 se han realizado muchos trabajos relacionados con la caracterización del subsuelo de la ciudad de México. Así, actualmente se conocen los tipos de suelo que hay en la capital del país y qué zonas específicas se ven más afectadas por el peligro sísmico.
“En cuestión de monitoreo sísmico se ha mejorado tanto el instrumental como las áreas computacionales. Hay un avance tecnológico en todo el instrumental que se utiliza en este tipo de estudios. El Servicio Sismológico Nacional tiene muchas más estaciones de última tecnología, así como instalaciones más adecuadas para el estudio sísmico. Además de que como sociedad también estamos más conscientes de la probable ocurrencia de un temblor y hemos tomado medidas más serias en cuanto a la protección civil”, señaló.
En materia de ingeniería sismológica, después del sismo de 1985 se han realizado varias revisiones de las normas de construcción. Además, la zonificación de la ciudad ha permitido establecer lineamientos para que las construcciones puedan resistir los movimientos sísmicos.
Al respecto, el doctor Aguirre González señaló que, si se caracterizan los efectos de sitio y se prevén cuáles podrían ser los escenarios de los sismos que ocurrirán en el futuro, se puede lograr que los reglamentos de construcción establezcan las características que deben tener las construcciones, prever el tipo de amplificaciones, las aceleraciones sísmicas y la fuerza del movimiento. Sin embargo, agregó que para lograrlo es importante que se cumplan los reglamentos.
30 años han transcurrido desde aquella mañana de 1985 en que la población mexicana despertó con la noticia de un sismo devastador. Tres décadas han pasado desde aquellas imágenes en donde podemos ver edificios derrumbados, desconcierto, conmoción y dolor. Pero también ese tiempo transcurrido nos ha ayudado a enfrentar, de una manera más ordenada y con conocimiento, a esos fenómenos naturales que un día lograron que los habitantes de esta ciudad trabajaran conjuntamente y nacieran como sociedad civil.
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